Decir que Villanueva de los Infantes es “El lugar de la mancha” no es ni por asomo cuestión baladí. En todas las casas de bien que conozco, he visto o intuído dos libros de obligada guardia. El primero la Biblia o, en su defecto las sagradas escrituras del culto que se profese o se quisiera aparentar. El segundo: “Don Quijote de la Mancha” o “El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, que comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel. Y era la verdad que por él caminaba.
Pues a eso me refería. Cada año, cuando el calor viene apretando por el sur, yo y unos pocos locos más, llenamos nuestras alforjas con nuestras las pasiones y nos perdemos tierra adentro, ancha es Castilla, hasta que Don Ramón decide darnos lumbre, lecho que cobije, hospedería que alimente y acequia que nos refresque. No es tampoco menester olvidar que no todo el mundo acoge a flacos de muy al sur por mera voluntad y mediando sólo palabras de bienvenida, buena conversación y no pocas algarabías. Que Don Ramón hace de la hospitalidad un arte, no todo el monte es orégano y no todos los que venimos del sur somos Picasso.
Pero esto es adelantar mucho aún. A poco que abandonas la festera, de jarana y panderetas, Andalucía, los caminos se vuelven rectos y a uno y otro lado se salpican alternativamente la tierra roja horadada color madera recién cortada que pareciera que sangrara, el verde fuerte de las vides que serían del color del mar si éste fuera verde y el amarillo soleá de los cereales, las más de las veces ya empacados. Para que luego digan los que no entienden que son tierras yermas, los Campos de Castilla. Se salpica todo de vez en cuando de alguna casita blanca con los bajos en añil. A lo lejos, vestidos de riguroso blanco largo, se levantan los gigantes, que no hacen más que alzar sus puños en desafío de los buenos caminantes. ¿Que son molinos de un tal Eolo, Dios pagano? Pierdo las cuentas de las cruces que me hago. Son gigantes desafiantes en el horizonte a los que habrá que dar justa muerte y prender luego en fuego vivo, por mi honor. Cualquier tarde de éstas. Por mi honor.
¿Como contar desde aquí lo vivido sin pedir que sea vivido nuevamente? Nada más entrar en el pueblo dan ganas de ordenarse caballero. “Villanueva de los Infantes, El Lugar de la Mancha”. La sentencia acongoja de pura realidad. Y es que cuentan que por allí las personas aún dominan a las bestias a los gritos de “Bo”, derecha, o “Rea”, izquierda. Que mires donde mires hay Dulcineas, por muy lejos que queden del Toboso. Cuentan los sabios del lugar que preguntado un pastor una vez si conoció a Don Quijote, éste respondió, como pidiendo disculpas por ello, que no Señor, que personalmente no llegó a conocerlo. Cuentan también que no hace mucho que los hombres de bien se vienen descubriendo todavía de sus boinas o gorras de tarea ante la sola presencia del dueño de la casa donde se les diera paso o, también, ante la sola presencia de ese Jesús del Madero, ese que murió en la cruz.
La gran plaza del pueblo evoca la maestría cuadriculada de los antiguos. Céntrica y adornada con pasillos columnados y balcones de madera viva y amplios ventanales, conviven en ella su iglesia reglamentaria, con su campanario del que siempre parece dispuesto a aparecer Marcial, Ruiz Escribano (pa serviros), y su interior iluminable con dos o más monedas de a Euro, donde está enterrado Quevedo (ahí es nada), la oficina de información turística que te dispensa la página web donde enterarte sobre las fiestas de La Pandorga (y por si no tienes internet te dan otra página web), y la administración de lotería. A un tiro de piedra boticas, estancos y ferreterías con pórticos tan grandes como para salir de ellas un ejército de asalto, catapultas incluidas. Y a éstas plazas, por estos lares, no tienen ningún reparo en ponerles “Plaza Mayor”, como Dios manda y así, ni memoria histórica ni porras migadas, todos nos entendemos estupendamente.
Las señoras más señoreadas visten siempre peinados cardados o permanentes a vida o muerte, estilo mullidito, no vaya a ser que, entre tantas noticias del extranjero, nos llegue el juicio final y yo con éstos pelos, mire usted. Los señores más señoreados, aunque te pienses que no son nadie, que son unos cualquieras, que están paseando aceras, pudiera ser que fueran estudiantes de veterinaria, o de historia, o de medicina, cuidado. Que no todos van a ser tractoristaes, cabreroes, o gañanes.
Las fiestas del lugar, los mayos, el pisto o las fiestas patronales, por ejemplo, son todas fiestas muy sentidas como mandan los cánones canónicos y consisten, como en todo el reino, en beber y reírse a más no poder, los unos de los otros o cada uno de si mismo. Como en todo el reino, digo.
La cuestión es que, en probando más de una vez el queso, la hospitalidad y el vino de la zona, le entran a uno ganas de soltar lastre, coger cualquier cabalgadura que se deje y servicios de fiel escudero (que yo me pido a Don Ramón, que ponga él la cordura y el buen hacer y yo el talle de triste figura, perilla en ciernes, y su poquita de locura) y salir a rajar cueros de vino, probar el bálsamo de fierabrás, buscar la ínsula de barataria, batirse con cualquiera que se honre caballero y, en fin, desfacer entuertos como un caballero andante “de los que dicen las gentes – que van a sus aventuras”.
Y dirán ustedes que la mitad de lo escrito es en tono de gracia (nunca en tono de burla), y la otra mitad producto de malas calenturas, y quizá tenga que darles la razón en lo uno y en lo otro, aunque de razones ande yo más escaso que de carnes Rocinante. No es menos cierto, sin embargo, que no obstante los calores, las llanuras, el vino y mi locura, cada vez que abandono el buen hacer del hospedaje de Don Ramón y familia, y mis espaldas dan al lugar de la mancha, a más que me alejo por el camino, más grande se hace el nudo de mi garganta y se apodera de mi la fiebre que unos han dado en llamar “depresión post-infanteña”, que tarda en pasárseme todo el viaje, días después y hasta meses.
Pero lo dicho, vayan ustedes y visiten. Gusten del queso, el paisaje, el lomo de orza, el vino, el aceite, la calma, el pisto manchego y la hospitalidad de sus gentes. Paseen por donde lo hizo Alonso Quijano, Quevedo y los romanos, deje que le canten unos mayos, pregunten por el Caballero del Verde Gabán o por la Virgen de la Antigua o por la ermita de Jesús en pié. Viva por siempre Villanueva de Los Infantes, El Lugar de La Mancha, y Viva Don Ramón.
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Cuan razón llevas hidalgo!! Sólo hay 3 cosas que me separan de ti: que eres un tío; que eres mi primo; y que estás comprometido.... que si no... me casaba contigo; que pluma niño!!!! que manera de escribir! Bravo por el artículo y por Infantes!
ResponderEliminarQue bonitooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarGenial. La pura verdad. Dan ganas (más) de hacerse manchego (pero no lo somos ya?)
ResponderEliminarUna vez más he vuelto de El Lugar de la Mancha y me ha apetecido releer tu escrito, que simplemente es genial, y ciertamente es verdad la depresión post-infanteña, la viví más veces, tantas como aventuras he corrido en aquellas tierras, tantas que perdí la cuenta, y la estoy volviendo a vivir, deseando que se geste un nuevo viaje para disfrutar de todo lo que tan fielmente has descrito.
ResponderEliminarY como dice mi gran amigo PPK, si no somos ya manchegos, poco nos falta, que Don Ramón inicie los trámites.